por María del Carmen Macedo Odilón
Hace mucho tiempo a las afueras de un reino de aproximadamente doscientos habitantes, se encontraba un castillo de altas torres rodeado de pintorescas casas y ahí un campo decorado con miles de flores de todas formas y aromas donde las mariposas jugaban a alcanzarse, elevándose como diminutos arcoíris alados. En medio de tanto color, un suave y orgulloso gazapo de colita algodonada salió por primera vez en solitaria excursión a conocer el mundo. Dejó atrás las conejeras silvestres y los pastos familiares hasta que luego de incontables saltitos se encontró a las orillas del río Nhym y ahí notó a una joven sentada cantando a la vida acariciando la yerba mientras admiraba el paisaje florido al que entregaba sus pupilas tan azules como el agua. Era la primera vez que el gazapo veía a una persona y, cauto pero emocionado, luego de agitar sus bigotes, se sentó tras un matorral a contemplarla maravillado.
La muchacha, quien apenas había cumplido diecisiete años, era tan fresca y tierna como una rosa que acababa de abrir sus rosados pétalos, y recibía, cual caricia divina como respuesta a la melodía que dedicaba al campo, el primer rayo de sol de primavera, o al menos así pensó el conejito.
Días y días después, el ritual de observación dio sentido a la vida del ahora conejo. Memorizó el timbre de voz de la doncella, la gracia de sus pasos descalzos entre las flores que esquivaba para no dañarlas mientras danzaba, el mate de su piel de jovencita y el rubí de sus labios, mismo tono que los ojos del conejo.
Pero una tarde no se escuchaba ninguna canción y los piececitos tampoco corrían de aquí para allá en un frenético baile. La mirada de la doncella estaba puesta lejos de las mariposas, aves o violetas, concentrada en un objeto. “Una bola blanca”, pensó el conejo. Era una gran perla que pendía de una larga cadena de eslabones de plata, que rodeaban el cuello de la muchacha, un primer regalo que anunciaba su matrimonio. La mirada fija del conejo hacia la joven tenía la misma ternura que ella cuando contemplaba la perla. El conejo tambaleó, oyó un crujido debajo de su pelo, casi en lo más hondo de su pecho y desvió con tristeza su rostro de aquella escena. Esa bola blanca lo significaba todo para su adorada. El murmullo del río, las plumas de las aves, el perfume de las flores y la presencia oculta de un conejo enamorado sobraba.
Esa noche, el conejo se encontró inquieto afuera de su madriguera, porque sentía un vacío dentro suyo que no podía llenar ni con todo el zacate, brotes de zanahoria, ni hojas de lechuga. Entonces miró hacia arriba y sacudió su cabeza lleno de asombro, las orejas estuvieron más atentas que nunca: miles de chispas tintineaban en medio del cielo. Y en un temblar de bigotes, el conejo se quedó sin aliento: una enorme bola blanca suspendida en el manto estelar hacía brillar hasta a la misma negrura. Una perla mágica, digna de atraer la mirada de un conejo emocionado, digna del más grande regalo de compromiso en nombre del amor. El conejo saltó para alcanzarla, saltó cada vez más alto estirando sus deditos para sujetarla, pero le era imposible. Cuando la fuerza de sus patas cesó, se tumbó en el suelo y empezó a orar:
—Querido dios conejo, dame la fuerza para llegara hasta allá, dame la fuerza para entregar a mi amada mi obsequio, dame la fuerza para que me mire a mí y solo a mí…
La boda se efectuó, la radiante esposa se apretaba al brazo de su marido quien la admiraba con devoción, incapaz de entender que tantas gracias juntas pudieran ser de la compañera de su nueva vida. La mujer estaba tan emocionada por la celebración que el brillo de sus ojos opacaba el ardor de cualquier farola. Entonces el reino entero dio inicio al brindis por la feliz pareja. La ahora reina agradecía a su pueblo por las felicitaciones y bendiciones que le eran dedicadas.
Al anochecer, la pareja se retiraría a sus aposentos, pero la joven reina miró al horizonte para recordar por el resto de su vida el día, enmarcado por los colores del ocaso. Su expresión era tan pura y tierna como tiempo atrás en los alrededores del río Nhym, y más aún cuando vio una luna llena que no se parecía a ninguna otra. Invitó a su reino entero a mirar la enorme perla que opacaba a los miles de diamantes que danzaban en ese majestuoso cielo e incluso a los que portaba con orgullo en su corona.
La figura de un conejo en pleno salto era sutil, pero atrayente. Todo el mundo señalaba hacia él, los niños extendían sus manitas y daban de brincos para tratar de alcanzarlo.
La reina, conmovida por el hallazgo, entrelazó los dedos en forma de plegaria y sin apartar la vista, dejó caer un par de lágrimas que su esposo no comprendió, pero que contempló correr a través de esas mejillas y sintió como si también fueran suyas.
—No puedo dejar de mirarlo… tan hermoso, como un regalo de Dios en el día más feliz de mi vida.
El conejo había cumplido su deseo.
María del Carmen Macedo Odilón es bibliotecóloga, estudiante de Lengua y literatura hispánicas de la UNAM y de Creación literaria de la UACM. He publicado cuentos en las antologías Zombies, espectros y fobias, Cuentos de amor y deseo, En el cementerio y Amistad a primera vista de la Editorial Escalante, así como de manera virtual, ensayos, relatos, cuentos y artículos con perspectiva de género en revistas literarias, académicas y fanzines como lo son: Ágora del COLMEX, Zompantle, Palabrijes de la UACM, Nocturnario, Katabasis, Retruécano, Especulativas, Taller Ígitur, etc. Huidiza por convicción, estudiante de la vida, devota al Gatolicismo y al insomnio.
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