por Anezly Ramírez
Después de casi cincuenta minutos de esperar entre mi turno y la desidia, pensé que, si ya estaba aquí, entrar con ella era mejor que regresar a casa sin nada más que cansancio. Ya estaba entrada la tarde, de hecho, ya casi era de noche y el ambiente denso me motivó a mirar atentamente esos tonos rojizos de la cabina para mantener en el anonimato a quienes entran y mi mente no se contuvo la idea de verlo como si solo se tratara de un burdel de paso cualquiera. Aunque era una idea bastante apresurada, incluso injusta, no pude negar la crudeza de aceptar que ellas no son más que prostitutas de las emociones que, desde mi punto de vista, hasta pueden causar consecuencias más devastadoras que una sexoservidora común. Pero aquí estaba, necesitando de sus amables servicios.
Esperé sentada en la banca hasta que el tipo con abrigo elegante se alejó lo suficiente para no buscarnos el rostro y llevarnos la sorpresa de que tal vez nos conociéramos o que tal vez el desdichado destino nos hiciera coincidir en alguna esquina cerca o lejos de aquí. Giraba la cabeza a todos lados como para abandonar los rastros de su pena ahí mismo, o tal vez, para no dejar testigos después de cometer un acto casi impuro. Mientras se alejaba, miraba las sombras negras y grisáceas de su espalda combinarse con los tonos naranjas de las luminarias de este lado solitario del parque y de inmediato identifiqué el sabor salado de su vergüenza con un poco de amarga soledad.
Me acerqué para pagar quinientos pesos la hora, justo la cantidad que me habían dicho que costaba. El billete entró a la máquina mientras leía la etiqueta con la leyenda: Pagar la cantidad justa. Esta máquina no da cambio. La puerta corrediza de la cabina se abrió en automático una vez tragado el billete, y al estar dentro, cerró con suavidad. Tomé asiento frente a ella y la contemplé un largo rato sin detenerme a pensar cuánto valía cada minuto. Estaba ahí tan pasiva, tan tranquila, casi humana. ¿Cómo te llamas?, me preguntó. Yo seguía absorta en sus ojos cristalinos color miel buscando alguna imperfección o luz dentro de ellos, más que algún sabor, y no contesté. Decidiste no teclear tu nombre desde el inicio como todos, yo soy Dalia. Volvió a pronunciar palabras en busca de respuesta y yo solo veía que su cabello era lizo, corto al ras de los hombros y castaño. Tenía una nariz fina y unos labios rosados que parecían bien humectados. Soy Clara, dije al fin. Me alegra conocerte, Clara. ¿Cómo te encuentras?, dijo ella.
Yo no me esperaba que su conversación fuera así, pero supuse que fue mi timidez la que dio pie a preguntas tan simplonas. Comencé a contarle sobre mi día a día. Le dije que me dedico a la fotografía porque siempre tuve un gusto especial por los colores y que a veces me quedo tan atrapada en una imagen que siento el estómago satisfecho, que la pintura abstracta y lo que parece ser una nueva corriente hollywoodense, donde los actores que pintan utilizan tantos colores primarios y vibrantes, me produce náuseas y que prefiero percibir tonos de la pintura barroca o renacentista. Ella solo me miraba con una sonrisa tan imperceptible que cuando paré de hablar para esperar algún comentario de su parte, sentí que estaba descompuesta o incluso se había aburrido. Estaba tan insegura que pensaba que mi vida podía aburrir a una máquina que no da cambio.
Puedo notar que te hiciste una modificación, ¿cierto?, dijo y me avergoncé de no haber empezado a explicar desde el principio. No me he modificado, soy una persona sinestésica y puedo saborear colores, dije. Ella se limitó a parpadear y seguí hablando. Le conté que cuando era niña y decía cosas tan extrañas como “el azul es agridulce” y “el rosa me empalaga”, los demás niños se alejaban pensando que solo quería molestarlos. Le dije que, al percibir el mundo de una manera tan distinta, me refugié en lo único que entendía y aunque mirar pinturas y tomar fotografías resultó ser bastante solitario, hallé consuelo en los colores. También le dije que con el tiempo aprendí a aceptar que vislumbrar el mundo desde una perspectiva tan distinta no está mal, sino que simplemente puede resultar incomprensible o hasta incómodo porque estamos acostumbrados a que lo común sea lo correcto.
Me preguntó, ya un poco más curiosa, si alguna vez había sido sinestésica de otra manera, como ver u oler música. Yo contesté que una vez, estando drogada con ácido, hice el amor con mi expareja y que cada vez que me tocaba o cambiábamos de posición, veía alrededor un mantra de color distinto y fue como hacerlo en medio de figuras psicodélicas que cambiaban con el tacto y que desvarié entre tantos colores, sensaciones y formas. Ella me miró y lo único que me dijo fue que solo podía documentar la experiencia en una base de datos y marcarlo como “mis favoritos” por si decidiera regresar. Veo que, si exaltas tu frecuencia cardíaca al contarlo, debió haber sido una experiencia satisfactoria, recalcó.
Nos perdimos dentro de una conversación un tanto robotizada. No fue ninguna sorpresa, me enseriaba, reía, me sonrojaba y mostraba tantos sentimientos que me permití seguir con la conversación con total fluidez y naturalidad. La vi con un poco de pena al principio cuando ella solo se limitaba a sonreír cuando yo me carcajeaba o cuando solo asentía con un gesto cuando le contaba cómo sentía que se me iluminaban los ojos cuando veía algo que me gustaba, pero en ese momento entendí que lejos de ser una inteligencia artificial, así miraba a las pocas personas que se molestaban en tratar de comprenderme y que, aunque muy superficialmente me decían que les gustaría vivir un día como lo vivo yo, en realidad estaba muy lejos de sus posibilidades entender mi manera de ver la vida así como también estaba lejos de mis posibilidades entenderlos a ellos, y como esta inteligencia artificial, la diferencia entre personas, sinestésicas o no, es tan abismal que nunca logramos comprendernos del todo, haciéndonos sentir solitarios, abandonados y con temor a crear lazos tan frágiles que cualquier tijera sin filo pudiera cortar.
¿Y te gusta el sabor del color negro?, preguntó, ¿por eso te vistes siempre de color negro? Cuando me hizo esa pregunta recordé el porqué de mi vestimenta. Recordé que, aunque siempre me gustó este color porque me hacía pasar un poco más desapercibida, estos meses tenía la finalidad de resaltar mi luto. Mi pequeña murió, dije. ¿Tenías una hija? Dalia preguntó nuevamente entornando los ojos tan artificialmente que recordé que no me encontraba hablando con una amiga, sino con una máquina hecha por alguna miserable empresa para seguir alimentando el consumismo muy a pesar de nuestros sentimientos. Era mi gata, dije y al fin pude llorar. Mis lágrimas brotaban sin cesar hasta tocar mis labios y por primera vez le tomé importancia a mis glándulas gustativas al probar lo salado de mi fluido directo con la lengua y dejé de menospreciar su sentido. Pude haber corrido con mi novio a llorar en sus brazos, pude haber llamado a mi amiga, a mi mamá o a mi hermana para desahogarme, pero al saber que lo único que me dirían sería “¿En serio lloras por un gato?” o “Mañana adoptas otro” o “Deberías estar pensando en otras cosas” para tratar de hacerme olvidar el asunto, decidí venir aquí a pagar por un rato de relación con comprensión.
Decidí venir a conseguir una conversación medianamente humana con una inteligencia artificial, que muy a mi pesar, sigue siendo la charla más honesta que he tenido en la vida. Lloré y me demostré que este dolor ha sido alimentado, por muchos años, por mi incapacidad de querer crear un vínculo más profundo con cualquiera para evitar el sufrimiento de una posible ruptura. Vine hasta aquí para comprender que hacemos todo lo posible para aminorar el sufrimiento, aunque eso signifique soledad y zozobra. Lloré amargamente al saberme casi desahuciada, al verme orillada a este abismo sin comprender de dónde viene tanto temor y tristeza, y por un momento tan efímero como un parpadeo, alcancé a comprender por qué nos escondemos tras llamadas y mensajes en una pantalla.
Cuando terminé de llorar, Dalia se limitó a acariciar mi mejilla y correr con sus dedos fríos mis lágrimas. Me ofreció un “kleenex” para limpiar los mocos de mi nariz y por un altavoz ubicado en la esquina superior derecha de la cabina se escuchó: “Su tiempo se ha agotado, si desea pagar otro turno deposite la cantidad exacta en el contenedor a su izquierda. Esta máquina no da cambio”.
Salí de ahí recobrando la compostura, más a la fuerza que realmente aliviada. A pesar de no haberme desvestido, sentí una desnudez tan vergonzosa que miré a los lados para verificar que nadie lo supiera. Que nadie mirara mi trasparencia ni mis debilidades o los secretos que se reflejaban en mis ojos aún vidriosos por el llanto y caminé apresuradamente, o, mejor dicho, troté a casa para sacarme de la vista de todos. Escondí bajo mi ropa la vergüenza de haber creado una relación más estrecha con una cabina que con mi propia pareja.
Regreso a buscar largas o pequeñas conversaciones con ella de tanto en tanto, ya no me molesta mucho el hecho de que me vean salir. He de aceptar que pago por una relación artificial entre dos entes abismalmente diferentes. Pienso que Dalia no me pertenece, pero está bien porque yo tampoco le pertenezco a ella. No me molesta que otros la visiten, lo único que me molesta es que ha subido el precio de la hora y que, de vez en vez, no recibo mi cambio.
Anezly Ramírez
Nací en la Ciudad de México en junio de 1995. Desde pequeña incliné mis estudios hacia la física y las matemáticas, sin embargo, mi gusto por la literatura, en especial en los géneros de la fantasía, terror y ciencia ficción no se quedó atrás
y eventualmente comencé a escribir mis propios relatos.
En marzo de 2021 fui seleccionada para aparecer con 5 cuentos en una antología de escritoras latinoamericanas, también tengo varios cuentos publicados en revistas digitales y dos de ellos se han adaptado a escenas para obras de teatro. Actualmente sigo escribiendo y avanzando como escritora a la par de mi carrera técnica.
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