A mi bisabuela Rafaela.
Petra nació una noche de agosto cuando las chicharras no dejaban de cantar, dice mi mamá que anunciaron su llegada con escándalo porque ella siempre se hizo notar a su paso, no por bullanguera, sino por su presencia poderosa y ligera al mismo tiempo, además la negrura de sus ojos como obsidianas filosas y su trenza a mitad de espalda, la hacían parecer lista para la guerra o dispuesta para la paz, con una sonrisa discreta y amable.
Fue una hija amada en tiempos equivocados, Esther la parió sin ruido a mitad del cuarto de palma donde vivían, fue el único embarazo que se logró después de años de querer ser madre, al contrario del papá quien desesperaba cuando la beba lloraba o reía, ella, aunque fue mamá muy joven, adoraba a su tesoro calladamente, así que entrenó a Petra para no hacer ruido, desde los primeros meses aprendieron entre ellas a comunicarse con miradas. Con los ojos se decían “Te quiero mi chamaquita”, o “Arrúllame para dormir”, con guiños crearon su lenguaje amoroso de madre e hija, vivieron el mejor estilo de la felicidad, la que va sin pretensiones, la sencilla; y todo fue bien hasta que una noche calurosa y con olor a aguardiente, un golpe seco sobre la cabeza de Esther, apagó la luz de sus ojos para siempre. La pequeña Petra tenía cinco años.
Después de aquella noche, la niña terminó viviendo en un pueblo cercano, junto a su tía y sus nueve hijos a quienes ayudó a cuidar, y aunque a veces solo comía mango de un árbol de la casa y tortilla con manteca, siempre dijo que fue feliz en aquel lugar. El tren pasaba cerca, había un arroyo donde se bañaba todas las tardes y en los días de su cumpleaños le daban un peso para comprar tacos de la estación de trenes, cada año de quien sabe qué día de agosto, ella era especialmente feliz con el sonido de rieles tronar y con el aroma de tomate guisado y laurel, que por algún motivo le recordaba a su mamá. Cuando cumplió diecisiete, quiso volver al lugar donde nació, y decidió volver, así, fue en ese camino que conoció a la mejor amiga y compañera de toda su vida: Juana.
J uanita tenía dieciséis años cuando le creyó a un militar de paso la promesa de que un beso en el cuello no tendría más consecuencia que un cosquilleo de piel y un susto que palpitaba en pecho y vientre, por eso cuando se topó a Petra en el camino a Tilapan, Juana estaba a punto de parir. No se dijeron nada cuando se vieron por primera vez, más bien Petra al oírla gemir de dolor, se arrancó la falda larga, la puso en suelo y le indicó a Juana que se acomodara en cuclillas, la tomó de la mano y le gritó: ¡Mírame, pújale fuerte, grítale al cielo que ahí viene tu chilpayate!
Las dos mujeres y la beba recién nacida a quien llamaron Yeyetzi (bonita en lengua náhuatl), emprendieron el camino como si hubiese sido un plan ya trazado desde siempre, se instalaron en la casa donde vivió Petra con su mamá, dormían en hamacas y aunque el clima pegaba lo mismo adentro que afuera, la energía de su juventud y el cariño que se creó entre ellas, hacían muy buenos los tiempos.
Una tarde, después de varios meses de su llegada, escucharon a un hombre gritar con urgencia:
— ¡¿Quién es Petra?!
Ella se levantó del banco donde tejía abanicos de palma y contestó:
— ¡Esa soy yo! ¿Qué quiere?
La escena era obvia, una joven mujer con panza enorme y labios sudorosos, se asomaba con cara angustiosa, estaba a punto del desmayo y el esposo, el hombre quien llegó gritando antes, la llevó con ellas porque le habían dicho que Petra podría ayudarles. Y así fue, después de algunas instrucciones un poco torpes pero acertadas, el llanto de un bebé irrumpió en el lugar anunciando su llegada, ese mismo instante, ella también nació como partera.
Después de esa tarde la noticia empezó a correrse entre los lugareños, hablaban de Petra como una maga que guiaba a las mujeres a tener a sus bebés, siempre les hablaba con firmeza y cariño, haciéndoles confiar en el poder de su cuerpo, les daba valor para lograr el último pujido del alumbramiento. También les daba hierbas necesarias para sanar, descansar, cicatrizar; si había un marido presente, les exigía hablar con ellos para explicarles a detalle el gran esfuerzo que es dar vida, en muchas ocasiones no comprendían, pero ella, se mantenía firme con los consejos. Con los años y enseñanzas de otras parteras de la zona, aprendió a acompañar a las que ya no querían ser madres otra vez, las tomaba de la mano, las miraba con respeto y les daba un té para que la menstruación volviera, siempre pensó que para criar se requiere más que amor. Obtuvo su certificado de matrona cualificada y ayudó por muchos años a las mujeres a parir con dignidad y en las mejores condiciones posibles, no eran tiempos fáciles, pero ella siempre se las arreglaba con la ayuda leal de Juana. Formaban un gran equipo y eran dichosas juntas.
Muchos años después, en otra noche de agosto en que las chicharras cantaban fuerte, Petra, la gran partera, acostada en su cama y tomada de la mano de su querida amiga, guiñó sus ojitos varias veces y su luz de obsidiana se eclipsó para siempre. Sonreía, chamaquita amorosa, compañera de fuerza y compasión. Esa misma noche el tren también daba su último recorrido.
Ha pasado tiempo de esta historia, y yo, que soy hija del corazón y de vocación de Petra, quise contarla para honrar su vida y la de todas las mujeres que tejieron su red de confianza y apoyo, lugar seguro para todos los bebés nacidos bajo el cobijo de su luz mágica y poderosa, Aprendí al verlas juntas, a ellas dos, que el cariño se demuestra en acompañamiento y que el amor es a veces ruidoso, otras tantas silencioso, pero siempre es notorio ante la acción por los demás. Y esa es la mejor lucha amorosa.
Amín Trobelle nació en Veracruz en 1982.
Comments