por Karla Hernández Jiménez
Durante toda mi vida había sido muy enfermiza, con una salud bastante delicada. Es por ello que nadie había cuestionado ni una sola de mis acciones.
Todo mundo me veía como una niña tranquila, enfocada únicamente en los estudios. Era la típica niña sobre la que se podía presumir tranquilamente durante una comida familiar en domingo.
Mis maestros no paraban de alabarme para gran dicha de mis padres. Siempre les decían que era adorable, siempre dispuesta a obedecer, servicial y muy dócil, aunque usualmente terminaban aquella lluvia de elogios comentando que era una pena que fuera tan frágil y propensa a padecer debilidad en mi cuerpo.
Yo pensaba que debía vivir una vida virtuosa para evitar decepcionar las esperanzas de mis padres ya que jamás sería una persona que destacara por su fuerza, que no debía anhelar algo más allá de la mullida jaula de cristal que habían diseñado para mantenerme a salvo de los peligros, como si el mundo pudiera devorarme de un bocado.
Aunque todo llegó a su fin muy pronto. Conforme iba saliendo tímidamente al mundo, me di cuenta de aquello de lo que me había perdido hasta ese momento. Definitivamente, el exterior podía ser muy divertido, especialmente en lo relacionado con la vida escolar, no entiendo cómo es que mis padres jamás me permitieron experimentar algo como esto antes. Jamás pensé que me alegraría tanto por volver a estar rodeada de las demás personas ya que, bajo mis particulares circunstancias, podía resultar sumamente… interesante estar a su lado.
El día que llegué a mi salón y me presentaron a mis compañeros jamás pensé qué las cosas serían tan divertidas. Simplemente mostré mi lado tímido, aquel que siempre salía relucir. A pesar de ser la chica nueva, no me convertí en la sensación y en parte estuvo bien, no estaba en mi naturaleza llamar la atención de una forma tan evidente.
Sólo quería intentar pasar un momento tranquilo, como si con ello lograra que mis padres admitieran que estuvieron equivocados todo este tiempo mantenerme mantenerme encerrada. Con el tiempo logré ganarme el aprecio de mis profesores y mis compañeros, aunque aún así no conseguí muchos amigos. Incluso había encontrado que tenía cierta inclinación hacia…
Aunque también comenzaba a atraer una atención innecesaria.
Durante la hora de la clase de Educación Física, el maestro hizo un repaso exhaustivo de todas nosotras, escaneó con aquellos ojos nuestros cuerpos en pleno desarrollo, haciendo especial hincapié en aquellas que lucíamos más aniñadas de lo usual, entre ellas me encontraba yo.
A pesar de eso, me sentí a salvo, ya que mi físico jamás había sido sobresaliente. Era muy delgada y poco desarrollada para mi edad.
Mis compañeras comentaban que el profesor era un cerdo que únicamente se dedicaba a observar con una mirada penetrante a sus alumnas, incluso corría el rumor de que a las chicas más guapas las reprobaba a propósito para poder toquetearlas a sus anchas, tal como se decía que le había pasado a Pamela, una de las chicas más bonitas de la escuela.
Preferí ignorar en la medida de lo posible aquellos chismes. No estaba interesada en pensar en eso, no me resultaba útil considerar aquello. No lo supe en ese instante, pero pronto descubriría de primera mano acerca de las inclinaciones de nuestro querido profesor de educación física. Solamente era cuestión de tiempo para que los averiguara.
Era viernes por la tarde, Aquel día, me habían designado para terminar un trabajo en el salón. Los profesores preferían encargarme ese tipo de trabajos a mí ya que mis compañeros no eran tan cuidadosos como yo, una chica que siempre estaba inclinada a cuidar hasta el más mínimo detalle en las cosas.
Todo transcurrió con normalidad, ya casi había terminado con mi encargo y parecía que sería otra jornada de una vida escolar tranquila, sin nada especial.
Me disponía a irme cuando el profesor de educación física me llamó, dijo que tenía un asunto importante que discutir conmigo, que necesitaba mi presencia en el salón de profesores. ¿Qué podría querer de mí?
No estaba muy segura acerca de los motivos del profesor para requerir mi presencia y estaba convencida de que mi desempeño en la clase de educación física no era especialmente malo como para requerir que él me aconsejara como mejorar, aun así me dispuse a ir a su encuentro.
El salón de profesores en un salón amplio, quizás el más grande de toda la escuela a excepción del patio principal. En medio de la sala se encontraba el profesor sentado en un sillón.
El profesor de educación física siempre había sido un sujeto raro, capaz de incomodar a cualquier chica. Con su bigote espeso y mal cuidado, su cara de maleante y sus rasgos porcinos, no lucía como el encargado de moldear el cuerpo de las generaciones jóvenes. Pero, ¿quién era yo para juzgarlo?
Actuando de la manera más educada, procedí a sentarme en el mismo sillón que él. El profesor comenzó hablar acerca de la forma en que yo siempre era una de las alumnas más diligentes y amables, me felicitó por ser tan gentil con todos mis compañeros.
Estaba actuando demasiado raro, comenzaba a asustarme aquella actitud que tenía conmigo.
Sin embargo, él continuó hablando sobre mis cualidades. Y justo cuando terminó, remarcó aquella felicitación poniendo su mano en mi rodilla izquierda. Estando más cerca de él, me di cuenta que él había estado bebiendo.
–Dianita, tú siempre estás muy sola, muy seria, eres como un pequeño ángel, como una delicada flor–me dijo el maestro poniendo una cara perversa que acentuaba su aire porcino.
Él trató de acercar su cara aún más hacia donde estaba la mía, supongo que buscaba mi rostro para encajar su lengua en mi boca.
Traté de evitarlo, intenté correr, por ningún motivo podía permitir aquello. No quería que aquel hombre se acercara a mí por más tiempo, pero era inútil.
Me sentí impotente al comprobar que no tenía intenciones de soltarme fácilmente ya que había cerrado la puerta con llave. Aquello de seguro era parte de su plan para permitir que cayera en sus garras, como lo habría hecho tantas otras antes que yo, otras que se convirtieron en la obsesión y el material masturbatorio de aquel hombre hasta que obtenía lo que deseaba.
Quise correr e incluso consideré salir por la ventana. Sin embargo, él no lo permitió me hizo permanecer en el mismo sitio en donde él estaba. No paraba de repetir lo adorable que le parecía mi aspecto, que desde el primer día que me vio, hubiera dado todo su sueldo por estar unos instantes conmigo en algún sitio mucho más privado.
El maestro continuó avanzando hasta que nuestras caras estuvieron demasiado cerca, casi podía oler su aliento apestoso por el alcohol. No se detenía en su camino, persistía en quedarse encima de mí. Incluso su peso me hacía daño. Por primera vez me sentí indefensa.
Creí que mi destino sería formar parte de la colección de todas las alumnas a las que había chantajeado con difundir el material en Internet.
Sin embargo, hay momentos en los que un simple chispazo de inspiración puede servir para cambiar el destino. En ese instante, mi cerebro se iluminó con una idea grandiosa. Justo en el escritorio había un gran compás de afilada punta sólo tenía que ocuparlo de la manera correcta para que el tajo fuera certero.
No lo pensé mucho más, simplemente debía encajarlo. Estoy segura que ni siquiera el profesor hubiera esperado que reaccionara de aquel modo. Seguramente no creyó que me atrevería a realizar aquello. Aun así, encajé el compás con más fuerza de la necesaria, hasta hacer desaparecer la afilada punta en medio de la carne del cuello de mi profesor e incluso me aventuré a mover mi improvisada arma a lo largo del cuello.
No creí que pudiera causarle un daño demasiado aparente, me conformaba con el hecho de poder escapar del salón y salir de la escuela para llegar a mi casa. Sin embargo, las cosas se salieron de control sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
La herida había sido tan profunda que había terminado causando que la sangre comenzara a brotar copiosamente. Logré soltarme. El maestro se quedó petrificado al principio, luego intentó agarrarme nuevamente juntando la poca fuerza que le quedaba, pero no tuvo éxito.
Sin importar cuánto lo intentara, la sangre no dejaba de salir. Ya había manchado su playera tipo polo, y ahora se escurría en el piso, manchando las baldosas del cuarto de profesores con aquel vivo color escarlata, brotando a un ritmo considerable de la herida recién abierta hasta perderse entre el charco que había aparecido. Juro que no quería hacerle daño, no era mi intención terminar con su vida de aquella forma tan repentina.
“¡Jamás hubiera querido que las cosas terminaran de aquel modo!”
O al menos eso me dije a mí misma durante los primeros minutos posteriores a la realización de mi fechoría. La verdad es que me sentí viva después de haber acabado con aquel hombre, pues estoy segura de que hubiera continuado acosando a todas las chicas de la escuela, protegido en todo momento por su título de maestro.
Después de diez minutos, me sentí como nunca antes, debería haberme asustado por lo que había hecho, pero estaba extasiada ante el macabro arte que se representaba ante mis jóvenes ojos.
Al ver la imagen de aquel hombre desagradable desangrándose, sonreí mostrando mis diminutos dientes que brillaban como perlas en la oscuridad de aquel cuarto.
Aquella sangre espesa brotando lentamente, como si se tratara de una fuente mostrando su agua cristalina y nítida, era la visión más bella que había observado en toda mi vida. Era una sensación completamente adictiva observar morir a una persona que hasta hace poco había sido una gran amenaza para mi seguridad.
Todo mundo le tiene miedo a la muerte, lo consideran como algo monstruoso, pero yo únicamente podía ver belleza en aquel acto. Era como una danza macabra en la que el cuerpo servía como una marioneta dispuesta a representar su último acto mientras patalea en busca de los últimos chispazos de vitalidad disponibles. ¡Simplemente fascinante!
Ahora, después de vivir una existencia encerrada lejos del mundo, por fin comenzaba a ver el lado divertido de todo esto. Viviría una existencia dedicada acabar con todos aquellos que se interpusieran en mi camino. A partir de este día, podría ser libre de ejercer mi pasatiempo recién descubierto, solamente era cuestión de perfeccionarlo y, ante todo, ser discreta. Si algo había prendido viendo a los asesinos del pasado y sus torpes tutorías era que no podía ser descuidada al momento de manipular los cuerpos, debía encontrar un modo para evitar dejar huellas la escena.
Mi mayor ventaja era mi apariencia, ¿quién podría creer que yo pudiera involucrarme en semejantes actos? Nadie sospecharía jamás que la niña tímida, la niña modelo, la niña que siempre permanecía callada, sería capaz de realizar aquellos actos salvajes y truculentos. Era mi gran oportunidad.
En algo tenía razón aquel cerdo miserable, soy una flor, una preciosa florecita carnívora. Por fuera parezco muy linda, muy inocente, pero por dentro estoy dispuesta a matar, devorando a mi presa como si se tratara de una simple mosca que debe ser eliminada de raíz ante su persistente y odiosa existencia.
Por hoy había sido suficiente diversión, debía encargarme de deshacerme de aquel molesto cadáver y, más importante aún, comenzar a pensar si pronto tendría la oportunidad de repetir o debería esperar mucho tiempo antes de la siguiente ronda. Tengo trabajo que hacer, la vida de una asesina naciente no es nada fácil y mi inexperiencia no es excusa para realizar las cosas así como así, todo debe tener un método fiable.
¡No hay nada como un asesinato bien hecho!
Karla Hernández Jiménez
Nacida en Veracruz, Ver, México (1991). Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica.
Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas
nacionales e internacionales y fanzines, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su
narrativa.
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