Fue uno de mis primeros trabajos como enfermera a domicilio, tenía 25 años de edad y 2 de haberme graduado de la Universidad como Enfermera General. También tenía poco tiempo trabajando en la Agencia, de la cual me llamaron, me dieron la dirección y algunos pormenores de la situación del paciente. Me puse mi uniforme blanco, me recogí el cabello en un chongo, tomé mi bolsa y el aspirador de secreciones.
Llegué a la casa, el frente era un portón negro de extremo a extremo de la pared, entré y crucé el patio. Entré por una puerta de madera y lo vi, me habían dicho que el paciente tenía 53 años, pero aparentaba más de 60, estaba recostado en un reposet. Tenía cáncer con metástasis en los huesos, tenía fractura en ambos brazos y en la cadera, por lo que su movimiento era bastante limitado; no podía caminar, no podía alimentarse por sí mismo.
Su esposa, que parecía 10 años menor que él y sus hijas, de veintitantos años, llevaban más de 4 meses cuidándolo: bañándolo en cama, alimentándolo, cambiando su ropa, el pañal y proporcionándole los demás cuidados que necesitaba, ponían todo su esfuerzo en atenderlo. Aun así, el desorden la casa podía volver loco a cualquiera: una cama de madera, una cama de hospital, una grúa para enfermos, ropa, sábanas, cojines, medicinas regadas por todos lados.
—Esta mañana amaneció con muchas flemas, que le han dificultado respirar— me indicó la señora.
—Traigo el succionador de secreciones, pero la manguera es desechable, pueden conseguirla en cualquier farmacia— expliqué.
— ¿Cómo la pedimos? —preguntó ella.
—Como una manguera de aspiración de secreciones— respondí.
—Corre, hija, ve a conseguirla— ordenó la señora a una de las chicas.
La joven salió de la casa. Mientras esperábamos que regresara, pregunté:
—¿Qué medicamentos toma y en qué horario?
—Utiliza el parche de buprenorfina para el dolor y se le cambia cada 7 días, toma tabletas de prednisona cada 12 horas y el paracetamol cada 6 para aumentar el efecto de la buprenorfina—La señora continúo hablando y explicándome cómo le administraban los medicamentos y qué cuidados le daban al paciente. Pude intuir, por el lenguaje que empleaba, que tenía algunos conocimientos de medicina.
—Hoy no se las hemos podido dar, no las ha podido tomar, por las flemas— explicó la hija que se quedó.
—Cuando tengamos la manguera, vamos a sacarle las flemas para que pueda tomarlas, es importante administrárselas en el horario indicado, para que no tenga dolor y esté lo más cómodo posible.
La chica que había salido a la farmacia regresó con la manguera, la conecté al aspirador de secreciones y expliqué al paciente:
—Va a ser un poco molesto, pero es necesario para sacarle las flemas.
Coloqué la manguera en su garganta y comencé a aspirar, era una gran cantidad de secreciones, por lo que fue bastante tardado. Mientras trabajaba, el paciente me miraba, pude ver en sus ojos la mirada de quien sabe que la muerte llegará pronto, quizá, en unos pocos días.
Cuando terminé de sacar las secreciones de la garganta del paciente, él continuaba respirando, pero cada vez más lentamente, tenía los ojos muy abiertos, cada vez abría más la boca, cada vez hacía más esfuerzo para respirar, hasta que su respiración se detuvo.
La señora se encontraba de pie a un lado del reposet, la hija que había salido a la farmacia por la manguera estaba de rodillas al otro lado y la otra chica de pie detrás del respaldo del asiento. Lo miraron y se miraron, en su gesto adiviné que sabían lo que había ocurrido, pero no se atrevían a nombrarlo.
Yo tampoco me atreví a decir nada, no sabía cómo hacerlo. En mis prácticas, cuando un paciente fallecía, eran las y los médicos quiénes decretaban la hora de la muerte y daban la noticia a sus familiares; y en los domicilios, era la primera vez que me ocurría una situación así.
La señora, fue a otra habitación, regresó con un estetoscopio, escuchó y me preguntó:
—¿Ya no late? ¿verdad?
Después de acercarme a escuchar, confirmé:
—Ya no.
Luego de un breve momento de silencio, uno o dos segundos, tal vez, una de las hijas recargó su cabeza contra la de su padre, la otra se tapó la cara y la esposa lo tomó de la mano, las tres comenzaron a llorar, sollozando.
A unos pasos, yo observaba la escena, sin saber qué hacer o qué decir, miraba sus gestos, escuchaba sus sollozos. Fue así como los dolores, no del paciente, si no de su esposa y sus hijas, como un efecto secundario, fueron los responsables de que, también, las lágrimas rodaran por mis mejillas.
Rocío Santa Cruz
Nací en julio de 1987. Soy educadora de profesión. Escribo cuentos desde niña. Cuando escribo un cuento, primero lo trazo en mi mente, pero al tomar la pluma, la mayoría de las veces salen cosas que no estaban planeadas, al leer el producto final, descubro ideas, emociones, sentimientos, de mí misma, que no sabía que estaban dentro de mí. Escribir es mi manera de sanar y de expresarme.
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