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Foto del escritorCarmen Macedo Odilón

"Mercado de Valores"

por Carmen Macedo Odilón


Antes de empezar el año tres mil, los pocos sobrevivientes a la trigésima guerra mundial ─humanos mestizos de todas las razas─ se habían instalado en las regiones centrales de lo que alguna vez llamaron países. Más tarde, con ayuda de sus camaradas, los neoanimales, vivieron en una sociedad donde todo ser vivo era tratado como hermano. Los neoanimales fueron parte primordial de la última etapa evolutiva del hombre y apoyándose mutuamente se convirtieron en lo que hoy, 4002 DC habitan un resurgido planeta Tierra.

Tiempo atrás, según dicen los libros de historia, en el año 2756 los animales cuadrúpedos empezaron a erguirse, los acuáticos a curtir sus pieles, los voladores, a reducir la longitud de sus alas y emplearlas como brazos. Cansados de los centros de experimentación, fábricas, perreras, mataderos, corporaciones y barcos, empezaron un proceso de transformación que acabó de una vez por todas con su principal enemigo: el hombre egoísta que consumía su planeta, quien mantenía un sistema de poder que segmentaba en jerarquías según las clases sociales, el mismo que mataba por diversión y aquel que sin ser más que un simio sin pelo, se había autoproclamado el dueño del universo.

Mamíferos, insectos, aves, anfibios y demás, se unieron para sabotear al problemático ser humano. Su instinto animal ayudó a saber a cada especie de qué lado debía colocarse. De modo que, aliados de unos y enemigos de otros, empezaron una batalla épica que costó la vida de muchos camaradas. Con ayuda de Kraken, Nessy y Pie grande (por nombrar solo unos cuantos de los más famosos), los peces de la zona abisal y habitantes de las nieves y volcanes, aquellos seres maravillosos que no se habían mostrado a la luz unieron sus fuerzas.

Destruyeron edificios y cortaron el suministro de gas, agua y electricidad. Pese a la cruda batalla que duró más años que todas las guerras humanas juntas, un día se hizo la paz.

Los Neoanimales (nombre que definió a todas las especies por igual) alcanzaron la victoria entre las ruinas de una civilización perdida en excesos, organizaron tertulias para platicar de lo que los llevó a revelarse y en muchos puntos coincidieron con los demás: ¿cuáles eran los vicios del viejo hombre? El dinero, el poder, la religión, el sexo, la egolatría. Se prometieron no ser jamás así y cada neoanimal se adaptó a su entorno: unos partieron a los polos junto con sus camaradas de clima frío; los de las estepas a sus regiones; los de selvas y costas a sus ambientes; los que alguna vez fueron animales domesticados y algunos hombres, se quedaron en los centros de lo que antes eran ciudades y pueblos, los neoanimales de los bosques eran sus vecinos más cercanos.

Sus nichos: madrigueras de cortezas, hojas, hoyos en la tierra y árboles. En un principio la vida era buena y tranquila; los que sabían cosechar lo hacían, otros elaboraban sencillas vestimentas; aquellas labraban la tierra, y otros, cuyos conocimientos para sustituir los alimentos de origen animal sobresalían, enseñaron a los que no. Vivían a base de cereales, vegetales, semillas, frutos y otras muchas invenciones: quien antes fue carnívoro consumía una pieza de seitán del tamaño de una silla, adicionado con proteína de lenteja y hierro de espinaca, el agua nunca fue más clara y fresca.

Y vivieron en respeto y armonía. Cada hogar se dedicaba a elaborar diferentes productos que intercambiaban con sus vecinos; cuatro mil años de avance y regresaron a la forma más honesta de comercio: el trueque. En el mercado de valores se tasaban los productos y se establecían convenios de servicio: si uno traía de lejos sandías, era recompensado con nueces de macadamia y después eran intercambiadas por cepillos de cerdas suaves para las crines más delicadas; uno llevaba agua a quien se desplazaba con lentitud y los que ostentaban caparazones pesados podían estar horas cuidando a las crías de los demás. Los que tenían vista periférica ayudaban a encontrar a los extraviados; los de oído agudo notaban la presencia de forasteros y así solía ser la manera en que los neoanimales vivían.

Algunos iban especializando sus talentos y un día, un personaje llamado Camaleón, una hembra de nombre Satyrinae, cuyo estampado en sus alas asemejaban la forma de ojos de ave, y otro que respondía al nombre Katydid: era verde y enorme, como una hoja gigante con vida. En pocas palabras, neoanimales con maestría para confundir por sus formas que asemejaban plantas, a otros seres y cuyos colores cambiaban a voluntad. Ellos desarrollaron una máquina. Dijeron que podría producir un duplicado idéntico, con igualdad de propiedades de lo que se colocara en su interior.

─¿Una máquina de clonación? ─preguntó un individuo de ojos rasgados. Satyrinae movió sus antenas a manera de afirmación y plegó sus bellas alas para empezar la demostración. Con una seta se hizo la prueba, Camaleón era quien modulaba los colores exactos, Satyrinae controlaba la apariencia y Katyd, quien siglos atrás era llamado campamocha, regulaba la materia nueva, que conservara la solidez o la suavidad del objeto en cuestión. Los presentes al espectáculo estaban interesados, los vegetales que cultivaban demoraban más para crecer que para ingerirse, reproduciendo así las cosechas tendrían comida por siempre y las labores del campo serían menos pesadas.

La seta nueva fue sacada en una charola de acero, su aroma era idéntico al de una silvestre y nadie supo cuál de las dos era la auténtica, ni siquiera un experto devorador de setas y hongos salvajes halló la diferencia.

Camaleón, satisfecho del trabajo de sus colegas dijo que era una invención maravillosa, pero que atenerse a ella sería olvidar todo lo que el tiempo los había llevado a aprender sobre cómo vivir recompensados por el trabajo diario, sin pretensiones de grandeza y respetando la propiedad ajena. Se llevó la máquina y volvió con los otros a su hogar, (mismo que nadie conocía) sin olvidar esa expresión que no deseaba haber descubierto en los neoanimales, algo parecido a la codicia.

El clima cambió drásticamente y las cosechas no prosperaban, el mercado de valores veía sus peores tiempos, la comida valía mucho más que objetos cotidianos, incluso quien hallaba piedras preciosas viviendo bajo la tierra se veía rechazado porque no era prioridad alguna un objeto de ornato sobre los víveres. Los trueques: trabajo de tres días por trigo, serruchar árboles por semillas, el equilibrio se perdía cada vez más hasta que los neoanimales vivieron su etapa más oscura.

─ Corazón de búfalo por dos litros de sangre.

─ Ojos de venado a cambio de dos pichones ─luchas encarnizadas azotaron diferentes pueblos, familias de tres crías tenían menos alimento que las de una y en alguna forma lucía injusto.

Se buscó por todos lados a Camaleón y sus colegas, pero no se encontró nada, en realidad esa máquina no había sido más que una farsa, no por nada él se consideraba un maestro del engaño y quiso poner a prueba la voluntad de los neoanimales. Decepcionado, llegó al extremo opuesto del mundo, donde no había hecho aún alarde de sus investigaciones y pidió, a cambio de clonar una escaza dotación de algas, a una hembra joven de ojos acuosos y piel verde, con ancas largas y tiernas. La entregaron como sacrificio sin preocuparse por su sustento y partió con ella sin detenerse a ver cómo la hambruna y desesperación acabó con las criaturas de esa región también.

Sentado en una colina dijo a su pareja que para empezar de cero una era, no sería necesario más que acabar con todo el pasado, porque los vicios y ambiciones de cada ser vivo no pueden morir si no lo hace con quien los contiene, él se vio como uno de ellos, que deseaba la armonía al principio tanto como los demás, pero acabó reproduciendo los mismos errores de los hombres creyéndose con la calidad moral de juzgar a los otros.

─Por ello, tú y solo tú ─le dijo mientras señalaba el horizonte, turbio, al igual que al término de la última guerra mundial─ llevarás en ti la nueva vida, si sobrevives a todo empieza de cero. Acoge a tu estirpe en la tierra que se habrá regenerado otra vez y luego déjalos, tú llevas la mancha de conocer este pasado tortuoso también y por ello no eres pura tampoco. No les cuentes nada, deja que crezcan y sabrás cuándo desaparecer, será el fin de todos los males, ya lo verás… ─tras decir eso, simplemente estiró los brazos y se dejó elevar por los cielos, sostenido por su colega de los ojos falsos en las alas, llevándolo más allá de donde podía mirar el inicio de otra era.


 

Carmen Macedo Odilón

Es oriunda de la CDMX. Bibliotecóloga por profesión y estudiante de Lengua y literatura hispánicas de la UNAM y de Creación literaria de la UACM por vocación. Ha publicado cuentos en las antologías de Editorial Escalante, así como de manera virtual, ensayos, relatos, cuentos y artículos con perspectiva de género en revistas literarias, académicas y fanzines. Es huidiza por convicción, estudiante de la vida, bibliotecaria de los recuerdos, devota al Gatolicismo y clienta asidua del insomnio.


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