por Ana Patricia Rodríguez Gutiérrez
09/Octubre/2078
Durante los últimos sesenta años, la realidad virtual y las tecnologías de la información y comunicación (término largo y casi obsoleto) han avanzado muy aceleradamente, mucho más de lo que se habría podido pronosticar en cualquier momento de las primeras décadas del siglo veintiuno. Estas son palabras mayores, sobre todo si consideramos que para entonces, el vértigo de la rapidez en este campo ya mareaba a muchos y tenía enajenados a otros tantos, sobre todo a las generaciones jóvenes de esos años de la clase media: los millennials y los centennials, que ahora suelen agruparse en un gran grupo conocido como millecentennials.
Esas generaciones, pioneras en el disfrute de comodidades como medicamentos con pocos efectos secundarios, vacunas y atención a la salud mental, se han convertido en multitudes de ancianos tanto o más enfermizos de lo que fueron en su momento sus padres. Muchos se preguntan cuál es la razón de que, a pesar de los avances de la medicina, sean tantos (y en ocasiones tan graves) los padecimientos que separan a los mayores de una vejez plácida, de la longevidad tan deseada. Las hipótesis más aceptadas por la investigación médica tienen que ver con los efectos a largo plazo de los conservadores, colorantes y saborizantes que actualmente están prohibidos en los alimentos, pero cuya toxicidad “no estaba suficientemente comprobada” cuando comenzaban a utilizarse a principios del nuevo milenio. Eso sí, hay que reconocer que estos antiguos jóvenes lucen mejor que sus padres y abuelos a su edad, pero esto es gracias a que los tratamientos estéticos y cirugías se han hecho cada vez más accesibles y menos riesgosos con los años. El privilegio no puede comprar la salud, pero sí la belleza: son unas por otras.
Además de las enfermedades, algo que esta población también compartía con los ya fallecidos baby boomers y generaciones anteriores era la torpeza para comprender y utilizar los dispositivos y tecnologías más novedosos en el mercado. Durante su juventud, los envejecidos millecentennials se burlaban sin parar de la dificultad que los mayores tenían para escribir mensajes de texto a toda velocidad, utilizar las redes sociales o convertir un documento a un formato distinto. Sin embargo, las reglas del mundo tecnológico cambiaban tan vertiginosamente que pronto fue difícil adaptarse a ellas, incluso para los millecentennials, que se van convirtiendo en la generación con más tiempo en este mundo. Sí: son otros tiempos y ahora, ellos son el objeto de burla.
La verdad, uno no puede culparlos: todo es muy, muy diferente. Los mensajes de texto habían quedado tan en el pasado como el fax o el telegrama. Ya no tenemos que molestarnos en comprar un teléfono inteligente con una incómoda pantalla de cinco pulgadas, que además tiene que transportarse en el bolsillo, con el siempre latente riesgo de perderlo o de que se lo robaran a uno. Los millecentennials conservan esos teléfonos, sí, pero nadie se ha molestado en preguntarles por qué. O en escucharlos. La gente suponía que quizá sea por nostalgia y por costumbre: era común verlos creando y enviando memes, que para entonces no eran más que chistes simplones, de esos que sólo arrancan risas a los viejos.
También han pasado varias décadas desde que la comunidad internacional llegó a la conclusión de que la electricidad y el Internet eran necesidades tan grandes como el agua o el alimento: en 2030, se puso en marcha un plan enorme para que pudieran llegar a cada rincón del mundo. Aunque la situación ambiental ya era preocupante en ese tiempo, la búsqueda de formas de vida más sustentables no se convirtió en una gran prioridad para los intereses que mueven al sistema. En cambio, ciertos acontecimientos mundiales mucho más llamativos, uno tras otro (pandemias, crisis económicas y el recrudecimiento de la violencia), fueron convirtiendo a las personas en seres cada vez más dependientes de un dispositivo y del WiFi. De un año para otro, los establecimientos grandes y pequeños, antes llenos de vida y bullicio, se convertían en cascarones fantasma: los procesos se digitalizaron por completo y se adaptaron para poder realizarse a la distancia. Este camino de la vida real a la vida virtual fue doloroso, accidentado, increíblemente rápido. Hoy todo es diferente. Quiero pensar que es mejor.
En estos tiempos nuevos, la gente desde la clase media baja tiene la posibilidad de conectarse a Internet con un sofisticado sistema de realidad virtual. Para acceder a él, solamente se necesitan dos cosas: un par de otoinmersores, dispositivos parecidos a unos auriculares inalámbricos del 2020; y un pequeño monitor, simpático descendiente de las antiguas tabletas electrónicas. Los usuarios se colocan los otoinmersores en la parte posterior de las orejas tras sincronizarlos con la pequeña tableta, que a su vez ya está permanentemente conectada al poderoso Global WiFi. Esta red provee de Internet a todo el mundo a un precio bajísimo, y su potencia tiene su razón de ser en todo el trabajo que le dedican las casi doscientas naciones del mundo, en colaboración con buena parte de la iniciativa privada. La economía se sostiene de esta manera: seis de cada diez empleos están relacionados directamente con el mantenimiento del gigante invisible Global WiFi.
Pero todo esto no es lo más atractivo de todo: lo más apasionante son las posibilidades que ofrece la tecnología de los otoinmersores. Una vez conectados, los usuarios reciben en el cerebro señales electromagnéticas que influyen de forma directa en absolutamente todos los receptores sensoriales, lo cual les permite integrarlos a la interfaz del contenido que deseen tener en su tableta. En otras palabras, las personas pueden entrar a la pantalla aunque su cuerpo físico siga inmutable sentado o acostado, siempre y cuando tenga sus otoinmersores puestos y su dispositivo cerca.
Gracias a esto, en el momento de navegar en una red social uno camina a través de su sección de noticias como si de un bosque se tratara, donde cada árbol es la foto o la publicación más reciente de alguno de sus contactos. Se puede tocar la fotografía, justo como lo haríamos con una real, además de hacer efectos de zoom o acercamientos para verla más a detalle, como en las antiguas imágenes digitales. Por supuesto que siempre está la opción de teletransportarse al propio perfil, al de cualquiera de los amigos agregados o a alguna publicación en específico.
Cuando nos encontramos conectado a alguno de nuestros contactos, también podemos enviarle una solicitud para senstear, es decir, conversar con la posibilidad no sólo de verse y escucharse mutuamente, sino también de tocarlo, creando una experiencia de contacto mucho más sensorial (de ahí el reciente neologismo). La gente pasa cada vez más tiempo en el mundo virtual, un mundo mucho más consolidado que nunca.
Los ancianos millecentennials están cada vez más desplazados, pues adaptarse a transformaciones tan vertiginosas y radicales es una tarea titánica para ellos. Sus hijos y sus nietos tienen poca paciencia con ellos y se limitan a darles los cuidados suficientes para que puedan sobrevivir. Desafortunadamente, muchas veces las enfermedades derivadas de las toxinas permitidas para consumo humano en su juventud los condenan a una muerte mucho más temprana de lo que esperaban. Llegar a centenario en el 2085 es tan insólito como lo fue en el 2025. Así es como esta generación, al igual que cualquier otra, ha comenzado a desaparecer poco a poco. Como es natural y como era de esperarse, los ancianos mueren paulatinamente…
La excepción
Dafne, una millecentennial, era una mujer que ya rebasaba los noventa se resistía a desvanecerse, a pesar de haber vivido en carne propia la muerte de sus hermanos y de sus amigos más cercanos. Ella simplemente no estaba dispuesta a dejar la vida, a pensar en que llegaría algún día en que ya no le quedara más tiempo para leer todos los libros que le faltaban, para escuchar toda la música que le encantaba o para senstear con el puñado de amigos a distancia que había hecho a lo largo de los años. Ya ni siquiera le importaba si eran reales, mucho menos si iba a tener la posibilidad de verlos algún día fuera de Internet. Tampoco es como que fuera necesario: el mundo virtual tenía todo lo que ella necesitaba, tal como estaba. Sólo hasta que se colocaba los otoinmersores, se sentía en su hogar.
Dafne, sin embargo, tenía un problema, un obstáculo que compartía con cualquiera de sus contemporáneos: su cuerpo. Como cualquier anciana de su edad, enfermaba constantemente y los malestares que tenía la llevaron al hospital en más de ocasión. Su familia, formada por su hija, su yerno y su nieta, le tenía un cariño especial a Dafne a pesar de no ser tan cercana con ellos. Gracias a ello, a la mujer nunca le faltaron cuidados y medicamentos, y también fue por eso que cuando Dafne ingresó de emergencia a la unidad geriátrica debido a un derrame cerebral, la atención se volcó en ella y en que se recuperara pronto. La posibilidad de la muerte nunca se descartó por completo, como es natural: en tal caso, la familia estaba dispuesta a procurársela de la manera más digna y menos dolorosa posible.
Pasaron algunos días antes de que Dafne y su familia recibieran el diagnóstico: la mujer sufría de una severa y extraña enfermedad en la sangre y la única manera de salvarla sería con un tratamiento muy agresivo al que muy difícilmente sobreviviría. Una persona de más de noventa años con su condición física no soportaría un trasplante total de sangre y en caso de lograrlo, el riesgo de sufrir complicaciones posteriores era demasiado alto como para que valiese la pena tomarlo: quizá incluso habría sido negligente.
Fue entonces cuando los temas de bioética salieron a relucir y la eutanasia se perfiló como la opción más viable: la generación de Dafne luchó durante años para convertirla en un derecho. Cualquiera en su lugar aceptaría que quizá su vida había sido lo suficientemente larga y que terminarla de la manera menos dolorosa posible sería lo mejor. Pero ella no era así, ella no estaba dispuesta a partir. No es que tuviera mucho miedo a la muerte. En cambio, se aferraba a seguir viva por las ganas que tenía aún de hacer tantas cosas, de aprender lo que aún no sabía, de senstear con sus queridos amigos y de conocer el porvenir del mundo virtual que era cada vez más real para ella. Su mente no conocía límites, y no quería permitir que su cuerpo se los pusiera. No iba a hacerlo.
Fue por su insistencia, tan implacable, que Dafne prefirió quedarse internada en el hospital postrada en la cama, sufriendo incomodidades y dolores indescriptibles a cambio de algunas horas de lucidez al día. Ese tiempo, claro, lo aprovechaba para conectarse a Internet: parecía que así era feliz, porque cada vez que tenía la oportunidad le suplicaba a su familia que no la desconectara, que hiciera lo posible por mantener el tratamiento. Les pedía que vendieran sus pertenencias más valiosas y preciadas; la moribunda mujer había llegado al punto en que ya nada le interesaba más que permanecer consciente, seguir viviendo. Ya no le interesaba otra cosa sino seguir existiendo.
Cuando la angustia por la supervivencia toma el papel protagonista, es imposible eludir el eventual desgaste. Llegó el momento en el que la situación se volvió insostenible para todos, para la economía de la familia, para la salud mental de sus allegados y principalmente para el cuerpo de Dafne, quien nunca dejó los otoinmersores ni su conexión al Global WiFi.
Un día, su hija notó que la anciana mujer no respiraba. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, soltó sollozos descontrolados de pena, de confusión, de tristeza, de alivio. Sin embargo, Dafne no había muerto, porque repentinamente despertó:
“¡Ya son libres y yo también! ¡No voy a morirme nunca!”
Este fue el extraño mensaje que se desplegó en la tableta de Dafne. Todo era muy confuso, pero a la vez, terriblemente claro.
Epílogo
Por motivos estéticos y para bien de la narración, he preferido omitir mi papel en este relato, que no es más que la historia de los últimos años de mi abuela. Como ella, yo tampoco necesito mi cuerpo físico, pues mi mente y mi esencia han quedado íntegras, reproducidas en la red. Me alegra haber podido comunicarme con usted, que es de los lejanos principios del nuevo milenio, que me está leyendo en su viejo teléfono inteligente o quizá hasta en papel, y espero que sea lo suficientemente joven y longevo para vivir hasta el día en que se logró vivir por siempre dentro del mundo virtual.
Ana Patricia Rodríguez Gutiérrez
(1998)
Egresada de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la UNAM, fue
becaria en el décimo primer curso de creación literaria organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas. Es colaboradora y reseñista en las revistas Liberoamérica y Alta Fidelidad Magazine, así como editora fundadora de la revista independiente para mujeres La Coyolxauhqui Revista. Actualmente se dedica a la enseñanza de español para
extranjeros y a la escritura: ha presentado su creación en diversos encuentros de escritores, entre ellos, el Segundo Encuentro de Escritores Jóvenes UAM-Unidad Iztapalapa 2019.
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