“La primera vez”, desde que mamá le explicó, supo que trataba de algo significativo.
Esa conversación la tuvo a los diez, cuando no sabía lo que significaba hacer el amor o coger; cuando no sabía de qué trataba la regla o el periodo menstrual; cuando aún no sabía si le atraían los niños o las niñas; pero siempre supo, desde los diez años que la primera vez era y tenía que ser importante. Tuvo muchas primeras veces desde esa edad cuando su mamá le dijo esa letanía del sexo; pero ella siempre supo que siempre hay tantas primeras veces y en realidad, no sólo eran temas del sexo como su madre le había querido hacer saber intentando asustarla. Mariana aún no sabía que existían muchas primeras veces de muchas cosas. Su primera vez en la menstruación, por ejemplo, se tornó de un significado meramente incómodo y nunca entendió por qué le aplaudieron, festejaron y le lloraron y con ello el incómodo momento donde aprendió a correr agarrándose las tetas, porque así nadie le faltaría el respeto. Tuvo su primer amor de primaria y su primer amor de secundaria; su primera duda sexual cuando se mordió los labios al ver pasar a una compañera del grado y se cuestionó si eso era normal, si ella era lesbiana o si solamente tenía resecos los labios.
Ella y su amiga amaban el turno de la tarde porque era la hora en que podían tomar de la mano a sus futuros romances. Por Lucita muchas veces iba su hermano o sus padres, era una hora en que ya se veía un poco oscuro. Mariana recién se había hecho novia, por vez primera, de un compañero de su edad y a veces se tardaban en salir de la escuela porque en el ocaso del sol aprovechaban para prometerse amor eterno y lo sellaban con besos apasionados de adolescentes. Ese día se despidió de su mejor amiga, Luz, a la que todos le decían Lucita. La abrazó y le prometió contarle al día siguiente su primera vez con respecto a dar un obsequio a su novio; un evento que sucedió con tranquilidad, ese regalo era excepcional, el novio le correspondió con flores y con un viaje en bici taxi para llegar a casa.
No tenía teléfono para contarle a Lucita, pero, ¿quién tiene uno en un pueblo tan pequeño donde todos se conocen? Además al día siguiente que la viera le contaría todo.
Dieron las 11 de la noche, ella seguía suspirando y se encontraba muy emocionada porque al siguiente día, en las canchas del pueblo, le contaría a Lucita sobre el romance de ese día, de esa noche. Lucita siempre se emocionaba cuando le contaba de amor. A Lucita le gustaba un compañero de su mismo salón y estaba segura que quizá el siguiente día, en las canchas mientras jugaban basquetbol, él le pediría ser novios. Ella le diría que sí y Mariana había sido confidente de esa ilusión.
Mariana veía la luna por vez primera con una visión de enamorada y comprendió la sensación de la primera vez que tanto había cuestionado. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ladrido del perro que estaba en el patio.
Escuchó voces de las personas del llamado y de su padre que es quien fue a abrir; por curiosidad salió a ver lo que ocurría. Era la mamá de su mejor amiga. Ella respiraba sofocada, su voz se entrecortaba, su ojos se veían acuosos y se le notaba molesta porque creía que su hija (que no sería capaz, nunca lo hubiese sido) le jugaba una broma. Lucita llevaba tres horas sin llegar a casa, ¿a dónde iría?, ¿cómo la contactarían? De un sentimiento de romance, Mariana pasó a la sensación de no sentir el piso, de sudar frío, de sentir un hueco en el estómago. Salió a esa hora con su padre y madre sin saber que regresarían dos días después. Fueron a buscar a más amigos y entre muchos buscaban ya a la adolescente de 14 años, buscaron toda la noche, toda la mañana del viernes y parte de la tarde.
Llegando el ocaso del viernes, un señor se acercó a su plantación de frijol. Eran varias hectáreas y fue a revisar que los vecinos no hubiesen roto la malla, vio un bulto en la tierra, se acercó molesto porque alguien había ido a aventar su basura.
Del impacto se echó para atrás y los ojos se le humedecieron. Llamó al niño, su hijo, el que siempre hacía mandados para que fuera a la agencia y los policías y agentes llegaran de inmediato.
Es un pueblo pequeño, nunca hay disturbios, por eso llegaron en pocos minutos, quizá veinte o quince. Vieron la escena, uno de ellos dijo: "hay que acordonar está escena del crimen"
Mariana, la joven que ya no pensaba en su romance, bebía agua de limón con la mamá de Lucita. Llegó el hermano de Lucita corriendo y gritando con el mismo sofoco que en la noche había interrumpido su madre la puerta de Mariana.
—Mamá, encontraron un cuerpo en las tierras de don Nacho, nos dijeron que fuéramos.
La mamá de Lucita y Mariana dejaron de sentir el piso.
En este pueblo no hay peritos, no hay cirujanos ni forenses; uno mismo hace lo que puede con lo que tiene. Llegaron varios señores con sombrero para mover el cuerpo, cuando lo desenterraron, solamente se oyeron dos cosas: Gritos de la familia y la amiga, y una voz que dijo: "es una mujer, es ella". Esa voz siempre estuvo dispuesta a ayudar, el vecino alegre que de vez en cuando iba a comprar a la tienda de Lucita.
Los policías no supieron cómo empezar, con qué seguir, hacia dónde dirigirse.
La señora que siempre estaba metida en la política de la colonia, y querida de un profesor de secundaria, gritó: -¡Deténgalo, cómo sabe que es la niña Luz! Los señores de zapatos de casquillo y sombrero lo agarraron, la patrulla lo metió al carro.
Sacaron el cuerpo de Lucita, sí, era ella.
La mamá la identificó de inmediato por el gran lunar en la espalda que siempre le gustó a Lucita.
Ella decía que la luz (como se llamaba) también necesitaba tantita noche y esa noche se habitaba en su espalda.
Sabía que Lucita no era el diminutivo de Luz, pero a ella le gustaba porque su papá le cantaba con la guitarra una canción de su nombre, nunca supo si ya existía o su papá la inventó:
Lucita, la flor que nos ilumina
Lucita, la pequeña que alumbra
Lucita, la luz que no se apaga
Siempre hay padrinos para los temas de la muerte. Padrinos de caja, de cruz, de novenario, de cambio de ropa. Sus padrinos de cambio de ropa fueron los del bautizo. Horas después lo sabían, ellos nunca iban a olvidar lo morado del cuerpo, a pesar del maquillaje. La peinaron como siempre lo hacía ella: sus dos trenzas bajas.
Mariana no estuvo de acuerdo con vestirla de blanco, Lucita era de usar morado, nunca le gustó el blanco.
Mariana no supo cómo transcurrió la noche.
Al poco rato la casa de Lucita se llenó de veladoras, pan y flores.
Llegó el cuerpo en la caja. Lágrimas, gritos, berreos, sofocamientos y una madre desmayada.
Mariana estuvo quieta, sin emitir sonido alguno, no sabía qué hacer, cómo comportarse. Y es que a una nunca le enseñan qué hacer cuando matan a su amiga porque nadie cree que puedan matar a su amiga. Ella solamente recordó que había un secreto que se quedó inconcluso por el silencio, por el fin. Después de unas horas se puso al fin de pie, se acercó a ver a su amiga. Su madre le dijo que no era necesario, pero ella lo quiso hacer. Fue entonces cuando se desmoronó, cuando gritó y cuando comprendió la maldad y crueldad que había vivido su amiga. Su mamá la agarró de espaldas y puso sus manos en el vientre de Mariana para sostener el llanto, el dolor y el silencio por el sofocamiento.
La casa se llenó de amigos, de familia, de maestros, de compañeros. Las cien piezas de pan no fueron suficientes para quienes habían llegado; pero de pronto alguien llegaba con cincuenta o veinte piezas más; o llegaban familiares con más veladoras o con flores.
Todo estaba silencioso y de pronto se interrumpía por un:
En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo...
Los misterios que rezaremos son gloriosos
¿Gloriosos? Se decía Mariana. Ella no encontraba la gloria en tales afirmaciones; sin embargo también oraba y se ponía de pie.
Vio la hora, eran las diez de la noche del sábado. Se fue a casa a descansar, “mañana hay misa de cuerpo presente”. Llegó a su casa, se puso de pie frente a la ventana y miró la luna, una luna de dolor y no de romance, de vacío, de dudas. No concebía el hecho de que su amiga fuera víctima de algo tan inhumano.
Mariana tenía 15, los acababa de cumplir hacía un mes y la fiesta había sido bella. Desde entonces su mamá había insistido con eso de la primera vez, en aquel entonces creyó que solamente su madre se refería a los temas de sexo; pero ella sabía que siempre haya muchas primeras veces en la vida de las personas. Primeras veces en el amor, en los besos, en el sexo, en entrar a la escuela, en reprobar algún examen, en un desamor, en un miedo…
Y entonces con un mar en los ojos comprendió que había tenido una primera vez de la que nunca antes alguien le había dicho y si se lo hubieran contado, no lo creería.
Úrsula Ivonne Leyva Gaytán
Egresada de la licenciatura en Letras Hispánicas, profesora de literatura y lengua materna en prepa y secundaria, respectivamente.
Feminista de y en la periferia, fiel creyente de que la educación será con amor y respeto o no será.
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