Quisiera saber si aún alguien puede verme. ¿Será que estas palabras llegarán a algún destino?
Desde que estoy en esta habitación pintada de blanco mis colores están siendo controlados. Me siento tan débil. La luz del día me lastima. Ahora la luna me produce muy poca calma. Antes era mi vieja amiga, sin embargo, ahora parece una espía enemiga.
Siento tanto miedo de asomarme por la ventana; cada vez que lo intento mi voz interna grita con desesperación como si supiera que lo más probable es que encuentre una trágica escena. Tal vez, mi reflejo en el cristal terminara por destruir mi espíritu maltrecho.
Mis padres dicen que la única manera de salir de aquí es queriendo o amando algo. Ellos creyeron que mi deseo era encontrar el amor; así que cuando confesé mi verdadero anhelo por la pintura y escritura se horrorizaron. En mi comunidad esperan que las primogénitas encuentren al hombre ideal que pueda proveerlas.
Cuentan que hace mucho tiempo las mujeres jóvenes eran libres de elegir su profesión y los matrimonios eran genuinos, es decir, nacían de lo que hoy llamamos “amor”. Para mí es extraño. Tengo 21 años y siento que nunca he sentido amor por nada ni nadie — eso incluye a mis padres y bienes materiales—.
Creo que mi vocación fue herencia de mi padre. Siempre es tan pulcro y correcto, pero al mismo tiempo frío. Es tan calculador que cuando se trataba de tomar decisiones que afectaran a otros, no consultaba con nadie; si para él era correcto, debía ser así para todos.
Nunca pensé que el regalo de mi cumpleaños 18 sería un tratamiento para arreglar aquello que creían estaba mal conmigo. Al principio obedecí. Mi instinto de obediencia me hizo aceptar, sin embargo, cuando llegué a ese lugar me di cuenta de que no esperaba corregir nada.
Durante mucho tiempo, en mi época de estudiante, los demás comenzaban a socializar y yo no. Me permitía soñar con mi futuro sintiéndome lejos de esta comunidad y lejos de la idea absurda de ser un objeto para procrear, donde sólo podría ser dueña seria de mi sonrisa.
Soñar en un lugar como este es tan difícil. Aquí me repiten todo el tiempo que sólo tengo “fiebre de edad” y que ésta que pronto pasara. Podré ser el partido ideal, ser la primogénita ideal.
Cada vez que me dicen eso me dan ganas de vomitar.
Sé que nadie cree en mí. Ni siquiera cuando le conté a Virginia sobre mi fantástica aventura con la liebre saltarina que a mis 13 años prometió volver con nuevas noticias.
Cuando pienso en ellas llega la nueva dotación de pastillas. Éstas me hacen olvidar su imagen, sólo puedo escuchar su voz lejana. Sé que está dejándome a mi suerte.
A veces me pregunto si comencé a enloquecer cuando afirmé que los animales podían comunicarse conmigo. Estar medicada me hace desvariar.
No sé dónde ni a quién llegue esta carta.
Siempre escribí cartas al aire. Aquí nunca me he sentido escuchada. Me siento tan prisionera como en casa. Recuerdo “la libertad” que mencionó la liebre y estoy segura de que no se siente aquí; tal vez en ningún lugar.
La única vez que intente decir algo más de lo que me es permitido en este lugar, me dejaron en el valle de oscuridad. Durante una semana no supe nada de mí. Me asusta tanto la idea de que pueda repetirse que jamás volví a intentar hablar en voz alta.
Dicen por aquí que las mujeres que intentan ser inteligentes nunca llegan lejos. Las catalogan automáticamente como mujeres malvadas y egocéntricas que pueden curarse cuando son esposas, madrinas o bellas bailarinas en la plaza central.
Anoche que intenté abrir la puerta desesperada. Fue la gota que derramo el vaso. Cuando caí, me di cuenta que recordaba una de las canciones que escribí años atrás. Soñaba con la idea de danzar y cada uno de mis personajes tenían un momento de paz al bailar.
Comencé a cantar aquella canción. Sentí la libertad de mover mi cuerpo al ritmo de la música. Recordaba mis enormes deseos de comenzar a pintar.
Todos los colores que podía observar se apagaron cuando volví a mi habitación unas cuantas horas después. Mientras tanto, logre bailar por toda la sala de estar.
Sentía un fuego que me hacía sentir viva, pude saborear por un momento la libertad que aquella liebre me había descrito alguna vez. Decía que podía sentirla al saltar de un lado a otro.
Tal vez yo era como la liebre, pues, disfrutaba de la libertad. No importaba si me tiraba una y otra vez siempre me aferrare a ella, lo suficiente para no permitir que esta comunidad me corrompa e intente convencerme de que jamás seré suficiente, no podré vivir del arte, que mi amor por la música no me llevara a ningún lado y que los colores que pinto sólo serán vistos como garabatos.
Mientras bailaba y tenía el control de mi cuerpo, me di cuenta de que tal mi espíritu podría sobrevivir a este lugar.
Por eso escribo esta carta. Mi único deseo es dejar evidencia de que en todos los lugares, incluso en esta pequeña comunidad, existe gente que sueña, siente, vive y anhela ser escuchada.
Si eres una soñadora atrapada en algún lugar, quiero decirte que no estás sola. Existen más chicas malvadas y rebeldes como tú y yo.
Viajera entre mundos, expositora de sueños y navegante de historias.
Patricia Juárez Vázquez vive en el Estado de México. Tiene 26 años. Espera en un futuro mejorar su escritura y la lectura.
Le agrada mucho compartir sus nuevos descubrimientos y aprendizajes en espacios seguros como Lunáticas. Amante de la escritura creativa, fiel creyente del poder de las letras. Su hogar está en los espacios feministas, pues la han ayudado a confiar en sus letras. Siempre busca con sus relatos y escritos mostrar diferentes perspectivas, crear empatía ante situaciones vulnerables y dejar algún mensaje en ellos.
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