por Carmen Macedo Odilón
Esta es la trigésima vez que tengo el mismo sueño, donde me persigue con un arma. Ahora es un cuchillo y corro, aunque mis piernas no se mueven. Cuando ese tipo me agarra del hombro y arroja al suelo con todas sus fuerzas, grito y lo pateo en las costillas, pero mis golpes no tienen efecto, debe ser por eso que les llaman pesadillas. Incluso una vez le saqué los ojos, enterré mis uñas hasta que sentí los globos oculares destrozados, sujetos a venas y carne. Esta vez le quito la navaja y se la encajo en el cuello, ¿o era en el pecho? Despierto.
—Cuando tenía ocho años, un hombre me quiso asaltar con una navaja. Dijo así, de la nada, “dame lo que traigas encima”. Y yo solo tenía diez pesos. El miserable se fue y, ya de grande, pienso que me pudo haber ido mucho peor. Pero te juro que desde esa vez me obsesiona la presencia de un sujeto que me busca. Lo siento tras mi espalda en todo momento, esperando el instante para estrecharme y arrojarme a las vías del metro, por decir. ¿Alguna vez has sentido que hay alguien a tu lado?, ¿que en la multitud una mano te toca y cuando volteas no hay nadie?
—No exageres, prima, es paranoia. Sí, la situación está difícil, pero también tú ves muchas películas de terror y nota roja. O sea, sí, te pasó algo gacho cuando eras niña, pero aquí estás sana y salva. A todos nos ha sucedido algo así al menos una vez, en serio. ¿Nos pedimos otro café? —La mesera se acerca y retira las tazas vacías, deja de nuevo el menú de postres y se aparta al no recibir respuesta.
—Te va a sonar como de película, pero estoy segura de que el ladrón de esa vez ya no está en este mundo y como no he podido olvidarlo, me persigue en el umbral de los sueños. Seguramente, antes de morir en un tiroteo, por sobredosis, o a la mitad de un zafarrancho dijo: “puta, mi vida se chingó por asaltar a una escuincla, pues ahora que se la lleve también la chingada” —Mi prima se ríe, dice que eso de las maldiciones suena como a “Pesadilla en la calle Elm” o “Chucky el muñeco diabólico”—. Pero lo digo en serio, o nos maldijimos los dos, o solo él me echó a perder la vida. Cada vez que lo recuerdo le deseo la muerte, no sabes cuánto daría por que lo maten a golpes, los reos, los narcos, lo que sea, ¿cómo perdonarlo por aterrar a una niña? Y obvio, tanto coraje por tantos años se me regresó. En una de mis pesadillas me dio de balazos. Sentí el impacto en el pecho, la quemazón, el dolor y la sangre que se me escapaba por la herida. Y hasta ese momento me puedo despertar, nunca antes de que me atrape o tire al suelo, no antes de sus golpes, ni cortes en mi piel, ¡jamás! Al principio, lloraba y me retorcía implorando piedad, pero al paso de los años me di cuenta que la situación no iba a cambiar y empecé a defenderme. Lo arañaba en la cara, aunque se me cayeran las uñas, lo golpeaba y mordía en el cuello, tomaba su cabeza y la azotaba en el concreto, pero el maldito siempre regresa por más.
—Prima, necesitas ayuda, tienes que ir a terapia, estas cosas que te suceden van más allá de un terror nocturno, oye, ¿pedimos otro pastel?
Camino a casa lo veo en todos lados, aunque nunca me habla. Lo reconozco oculto en la calle, esperándome detrás de un árbol. Si camino en el parque, sé que me mira desde la jardinera más escondida. Está detrás de mí en la parada del camión y en la calle, incluso distingo su silueta bajo un poste de luz que no funciona.
Vivo en el tercer piso, cuando en esas noches de insomnio miro por la ventana, lo noto en la casa de enfrente, detrás de las cortinas, luego éstas se sacuden y él desaparece. Parece paranoia mía, pero sé que es algo más grande que eso. Sabe mis horarios, y cuando se me hace noche y camino contra el sentido de los autos, lo veo sentado en la banqueta. A veces me da la impresión de que distingue el sonido de mis pasos y por eso siempre sabe dónde sorprenderme.
Despierto de un horrible sueño, me levanto y voy al baño para despejarme, sin embargo, al regresar a la cama, la continuación de mi pesadilla me espera. Si logré abrir los ojos antes de la puñalada, la siguiente vez veo el cuchillo salpicado de mi sangre; si antes superé un disparo en la sien, vuelvo al punto en que tengo el arma en la frente. ¿Y qué debería hacer?, dudo que sea un problema tan sencillo como para afrontarlo una vez a la semana hablando de mi infancia. ¿Tendría que seguir aguantando o permitirle hacer lo que tanto quiere?, ¿tendría que morir para descansar?
Hace poco, iba en un camión, miré por la ventana durante un semáforo rojo casi al llegar a metro Tasqueña. Ahí estaba el sujeto, pese a no haberlo visto a la cara, supe que era él. De piel blancuzca a la que se le transparentaban venas azuladas. Lo vi al fin como un personaje del mundo de las sombras, el fantasma de mi infancia o aquel vampiro que succionó de mi futuro los días sin miedo. Lo vi caminar entre los automóviles cuando éstos avanzaron. No me atreví a parpadear para saber dónde se escondía y cuando creí que iban a arrollarlo, desapareció.
—Se cansó de asustarme, primero cuando niña, después en mis sueños, luego como espía, pero ahora se muestra en la calle, no esconde su presencia siniestra, y por más que miré a mi alrededor por si alguno de los pasajeros también lo había visto, me di cuenta de que tarde o temprano se parará únicamente ante mí, sin más juegos de sombras—. Mi prima no responde del otro lado de la bocina y cuelga.
No sé si llamarlo tercer round, pero el encuentro con él está pendiente. Cada película de terror necesita tres enfrentamientos: las pesadillas, los espejismos y la insinuación de su corporeidad, y el enfrentamiento callejero veinte años después de nuestro primer encuentro.
Lo veo a unos metros, la avenida está vacía y él viene de entre los arbustos de la Alameda Sur. No quiero hacer contacto visual hasta que lo tenga de frente. Me cierra el paso.
—¡La cartera y no grites, chamaquita! —dice con voz que llega con claridad a mis oídos, veo piel sobre sus huesos en ese disfraz de ser humano: un hombre bajo, moreno, joven, asustado como si fuera su primer asalto. La copia de un adolescente desarmado en busca de dinero fácil. Pero yo no me voy a tragar esa farsa. Saco de mi bolso un cuchillo de mariposa y se lo encajo en el vientre hasta donde me permiten las fuerzas, el chiquillo se desploma despacio entre lloriqueos y gemidos, mientras ve correr su sangre.
—¡Te vencí, maldito desgraciado, ahora me vas a dejar dormir! —Rio mirando cómo él se retuerce en el suelo y llama a su madre, pidiéndole ayuda, mientras yo, al fin he cobrado mi venganza en el mundo de los vivos. Luego de eso, mi prima no me vuelve a ver.
Carmen Macedo Odilón es oriunda de la CDMX. Bibliotecóloga por profesión y estudiante de Lengua y literatura hispánicas de la UNAM y de Creación literaria de la UACM por vocación. Ha publicado cuentos en las antologías de Editorial Escalante, así como de manera virtual, ensayos, relatos, cuentos y artículos con perspectiva de género en revistas literarias, académicas y fanzines. Es huidiza por convicción, estudiante de la vida, bibliotecaria de los recuerdos, devota al Gatolicismo y clienta asidua del insomnio.
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